Una pequeña aeronave volaba inusualmente cerca de la densa vegetación selvática, meneándose de un lado al otro con un suave movimiento y una velocidad pausada. Los hermanos, Itatí y Tupac se encontraban en el río sobre una pequeña embarcación construida con troncos de árboles.
—Mira Itatí —dijo Tupac, extendiendo su mano derecha hacia la ubicación del aeromotor—. Es una de las aves gigantes. Parece que va a bajar por allá—. Vociferaba entusiasmado. Su fascinación por ver de cerca una aeronave de aquellas la llevaba desde pequeño.
—Se llaman avionetas hermanito —Lo corrigió Itatí con aspereza—. Esas personas nunca vienen a estas tierras para algo bueno. Aunque… estos como que tienen problemas—dijo ella mientras arrugaba el entrecejo y formaba una visera con su mano izquierda. Se mantuvo siguiendo con los ojos la trayectoria de la avioneta mientras ésta descendía.
La avioneta se escondió entre la compacta arboleda hasta desaparecer de la visibilidad de los hermanos. Quienes podían ver al cabo de unos segundos como ascendía una estela de humo blanco a unos seiscientos metros de ellos.
—Tupac ¿Viste que cayeron por el Ciénablo? —dijo Itatí espantada. Su corazón latió rápido entre sus pequeños pechos desnudos y el manojo de collares apilados en su cuello.
—Si, tienes razón. Quizás sus dioses se olvidaron de ellos, pero nosotros no podemos ayudarlos—afirmó, para enseguida inclinarse hacia adelante con el arco apretado y la flecha tensada sobre las cristalinas y tranquilas aguas del río. Esperando que algún pez cruzara por su ángulo de alcance para disparar.
—O tienen lo que se merecen por destruir nuestra “Madre Selva” —Reflexionó. Se volteó a mirar a Tupac, y dejó a sus espaldas la avioneta accidentada.
El asentamiento de la tribu quedaba río abajo, bastante distanciado, y ellos sabían que nunca debían acercarse al Ciénablo.
Jamás.
Mosqueda, piloto desde joven, ahora solo se dedicaba a vuelos chárteres. El volante entre sus manos pareció cobrar vida, guiando la avioneta al descenso sobre un terreno baldío cuya extensión no era ni la mitad del de una pista aérea. Los pasajeros de Mosqueda, Amparo y Rodrigo, la habían fotografiado; estaba rodeada por tupidos árboles amazónicos y en el centro tenía una monumental mancha oscura con la silueta de una cabeza con cuernos.
Se precipitaron como una moneda imantada, quedando con las llantas y el ala derecha atascadas en el negruzco lodo. El motor tiraba abundante vapor que se elevaba creando una columna blanquecina.
—Demonios Mosqueda ¿qué sucedió?—gritó Rodrigo. Mientras revisaba a su esposa. Aún permanecían dentro de la avioneta. Amparo se sentía aturdida y Mosqueda golpeaba la portilla para salir.
Eran las 17 horas, y la oscuridad ya arropaba el interior de la selva.
—No lo sé. Fue como si la avioneta bajara sola, yo no podía detenerla. Créanme. Ahora debemos salir de aquí por seguridad —dijo Mosqueda consternado, sin poder controlar el temblor que sacudía sus piernas.
—Cálmense, estamos vivos que es lo importante —intervino Amparo con clara falta de aire, y dolor. Tenía un golpe en su la clavícula derecha.
Mosqueda logró abrir la puerta corrediza, acto seguido dio un salto hacia fuera sin vacilar, sus pies se deslizaron yéndose de espaldas y embarrando su pulcro uniforme.
—Mierda, estamos en una especie de ciénaga, aunque con poca agua pero muy inestable y enlodada —les dijo preocupado al ponerse de pie. Era evidente que la avioneta ya no podría despegar—. Apresúrense. Debemos salir cuanto antes.
Mosqueda tenía hasta las pantorrillas sumergidas en el blando y fétido suelo. Debía forzar sus músculos al sacar un pie y luego otro. «Me quitaré las botas, ya no puedo con ellas» dijo para sí. Avanzó hasta la hélice, situándose frente a ésta.
Amparo y Rodrigo bajaron con lentitud, al tocar el suelo fueron succionados hasta las rodillas por el espeso lodo. Hilos de agua empezaron a entrar al terreno pero ellos no lo notaron sino hasta que era demasiado tarde.
—Tenemos que salir de este maldito lodo Mosqueda. Hay raíces afiladas y se me están enredando en las piernas —. Lo mismo empezó a sentir Amparo unos minutos después. El clima caluroso y húmedo al que no estaban acostumbrados había obligado a los esposos de procedencia canadiense a vestir ligero.
—Muévanse hacia mí. Es una vegetación que nunca había visto.
Parecían tener las piernas atadas. Media hora después estaban exhaustos y no se habían alejado ni treinta metros de la avioneta. Atónitos vieron como la aeronave era halada vorazmente por la ciénaga.
¿Qué era aquella fuerza? ¿Qué horror se escondía debajo? Ya lo iban a descubrir.
Amparo gritaba desesperada: «Moriremos, Santo Dios.». Doscientos metros más de fango estaban entre ellos y la arboleda.
La noche caía como un manto sofocante y solo un par de linternas guiaban su jadeo bajo el negro cielo. Caminaban en fila, Mosqueda delante, luego Amparo y de último Rodrigo. Un alarido desgarrador los detuvo.
—¿Mosqueda dónde estás? —gritó Rodrigo mientras su mujer sollozaba.
Un manojo de tentáculos gelatinosos y cristalinos, que brillaban con el tembloroso rayo de luz de la linterna en las manos de Rodrigo, tenía cogido al piloto, elevándolo sobre el fango a más de tres metros. Uno de los tentáculos se le introdujo por la boca, silenciando de ipso facto sus alaridos. Por los ojos la sangre manaba y los tentáculos alrededor de su abdomen le exprimían los órganos vitales. Después de unos segundos eternales para Amparo y Rodrigo, de un tirón el monstruo empotró a su víctima de cabeza en la ciénaga. Succionándolo. Hasta no quedar ni rastro de él.
A esa hora aún no habían sido reportados como desaparecidos.
La avioneta y Mosqueda yacían bajo la “Ciénaga del Diablo”, y pronto la aterrada pareja también lo estaría.
Itatí y Tupac agradecieron a la “Madre Selva” por los peces que les había regalado ese día, y pidieron por protección para ellos y el resto de la tribu. A las 17:30 horas emprendieron su retorno a casa, llevados por la corriente del río, sin virar su mirada hacia el Ciénablo.
Magistralmente descrito esta tu relato amiga.
Se puede visualizar a la aeronave planeando y a los indigenas siguiendo su trayectoria.
¿Que misterios aguardan en esta selva, que hasta los indigenas le temen? ¿Plantas carniboras, con una fuerza magnetica capas de succionar aves, hasta un aeroplano?
La historia seria ideal para el proyecto del arco minero de guayana cuando las empresas comienzen a depredar los ambalse de agua y hacer ecocidios con el ambiente. Aparesca una planta asi, y haga justicia a la ambicion del hombre por la riqueza que es de todos, demostrandose el verdadero rostro de la explotacion minera.
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Gracias Hernán, pues quise dejar mucho a la imaginación de cada lector . Me parece muy interesante. Claro sin decepcionarlos con el final. Espero no haberlo hecho. 😀 si ese tema es muy interesante, las minas ocultan mucho y valdría la pena hablar de ello.
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