
El viento azotaba su corbata blanca cruzada por finas franjas rojas. Con las manos empuñadas chocaba pausadamente los nudillos entre sí. Miró arrugando la frente como el sol se metía al final de la pista aérea. Él junto a sesenta y siete pasajeros, hacía fila para subir las escalinatas hasta la puerta del avión. Se estimaba que el vuelo tardaría seis horas en llegar a Argentina, lo que para él serían demasiadas horas continuas en el aire.
Cuando entró, no pudo dejar de mirar a la azafata que estaba de pie en el umbral. Tenía todo el cabello recogido en un moño sencillo y vestía un traje de chaqueta y falda a la rodilla, que insinuaba una gallarda figura. Con un timbre de voz que aquietaría la mar embravecida le dijo: «Buenas tardes. Bienvenido». Aquellos ojos felinos se quedaron grabados en la memoria de él durante las siguientes cuatros horas de vuelo, hasta que las turbulencias le agitaron el estómago. Ella se dirigió a su asiento con prontitud y le suministro una bolsa. Las orejas se le tintaron de rojo y el rostro se le palideció, como si toda la sangre hubiera corrido despavorida. Se arqueaba y hacía el típico ruido. Luego que recuperó el aliento sonreía apenado. Pero la escena se repitió cuatro veces.
Al aterrizar en Buenos Aires, la esperó impaciente para darle las gracias. Le entregó una tarjeta de presentación en la que figuraba como director de un bufete de abogados de Brasil. Ella insistió que no hacía falta que le agradeciese. Él le dijo que si necesitaba ayuda no dudara en llamarlo, recalcando que estaría por tres meses en esa ciudad. Tenía una pregunta clavada en sus pensamientos: «¿Será soltera?… No seas tonto Ricardo, una mujer así no podría estar soltera».
Pasada una semana ella lo llamó y quedaron en cenar juntos. Se podía decir que él era demasiado joven para su cargo y éxito, tenía treinta dos años de edad y un futuro envidiable, pero en el amor no era lo mismo. Nunca había tenido una novia con la que quisiera despertar todos los días. Extrañamente durante esa semana empezó a sentir que le vendría bien una relación seria. La noche fría de Buenos Aires obligaba a permanecer en sitios cerrados. Él ordenó un salmón en vino blanco y ella un salteado de camarones. Se acariciaba su largo y sedoso cabello castaño y le habla con excesiva familiaridad. Durante la conversación ella le contó que era azafata desde ya siete años, tenía dos hijos varones, uno de su primera pareja y el otro de su actual pareja y esposo de quien se estaba divorciando, pero que el hombre no quería firmar los papeles. Al cabo de doce días Ricardo procesó el divorcio y ella quedó libre.
«Libre para mí», pensó él.
Ella volaba cinco veces por semana, entre seis y doce horas por día. Por las noches iba a casa, se quitaba el uniforme y veía a los niños, a quienes cuidaba su madre. Había noches que llegaba pasada la medianoche, y ya no los encontraba despiertos. Su trabajo exigía tiempo. Debía responder a llamadas repentinas, y estar en una hora en el aeropuerto lista para volar a donde la aerolínea dijera.
Pronto Ricardo y Amanda empezaron a convivir. Los dos días que ella estaba libre él se quedaba a dormir en casa de ella. Y al poco tiempo se ofreció a cuidar de los niños los días que él no tuviese compromisos profesionales. Los llevaba a la escuela, los buscaba. La madre de ella le hizo un interrogatorio el primer día que lo conoció; hubiera estado más cómodo en el estrado de un juicio como acusado que allí. Ella le dijo: «Amanda no sabe amar otra cosa que volar». Ricardo no entendió, o no quiso entender, pero la frase le quedó saltando en la cabeza.
En una oportunidad jugando fútbol con los niños ellos le preguntaron que si él era su nuevo «papi», a lo que él no supo que contestar.
A dos días de días para que él regresara a Brasil, compró un deslumbrante anillo, y la sorprendió con la pregunta de rigor: «¿Te casarías conmigo?». Ella no quiso agarrar el anillo. No estaba segura de querer atarse a un hombre nuevamente. Ricardo se embolsilló el anillo y se tragó las amargas lágrimas interiores. Sin preguntas ni porqués, se marchó a su país.
Fue la última vez que la vio.
Un mes después Amanda, por medio de correo electrónico, terminó con toda posibilidad de matrimonio.
«Hola Ricardo:
Voy a ir directamente a eso que estás esperando saber. He tenido suficientes días para pensar en ello.
La vida es corta, aunque suene cliché. Es imprescindible hacer lo que más deseamos, lo que más nos acelera la sangre mientras esta corre aún por nuestras venas. Tal vez te parezca egoísta pero lo mío es volar, y no eso no es compatible con ser esposa y ama de casa. Mis dos relaciones fracasadas me dan la razón. Y no te voy a pedir que te quedes junto a mí ofreciéndote tan solo un futuro incierto. Quizás ahora dirás que podrás adaptarte y aceptarme como están las cosas pero con los días vas a querer de mi tiempo… Tiempo que no podré darte.
Las nubes son mi vida.
Un abrazo y un adiós.»
Sin duda hay muchos tipos de amor. El de Amanda está en volar libre por las nubes pero……es distinto al de su desdichado Ricardo. Muy bonito Jhoanna 😉
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Totalmente Toni !!
🙂 gracias por pasar a leer, besos !!
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