
Cuando nuestra prosa narrativa es pobre, poco clara (fallas gramaticales y ortográficas) y carente de vida, ponemos a sufrir a los lectores. Esto ocurre porque nos dedicamos tan sólo a soltar información que parece más un manual de instrucciones, sin conseguir que sea emotiva e impactante. Un grave desliz que puede ocasionar un lector desencantado y un argumento desperdiciado.
Todo buen relato es la sumatoria de un buen argumento más una buena prosa. Es muy difícil que un buen argumento convenza al lector si su prosa es pobre.
Según John Cheever, el reconocido novelista estadounidense comparado con Chéjov y con Mozart:
«Una página de buena prosa es aquella donde uno puede oír la lluvia. Una página de buena prosa es aquella donde escuchamos el rugido de una batalla. Una página de buena prosa tiene el poder de hacernos reír. Una página de buena prosa me parece a mí el diálogo más serio que pueden llegar a tener las personas… a la hora de mantener ardiendo pacíficamente los fuegos de este planeta.»
Debemos estar conscientes de que escribimos para un grupo de lectores, al que se debe enamorar, seducir y convencer de que lo que contamos es tan real como ellos mismos, e incluso sí tuviéramos que convencerles de que ellos mismos no son reales. Por lo tanto cada palabra que pongamos sobre el papel debe ser “intencionada”.
En este post quiero exponer cinco claves para escribir una buena prosa de ficción literaria según lo expusieron famosos escritores en entrevistas, cartas y ensayos.
El consejo de George Orwell para una buena prosa es crear metáforas originales.
Las metáforas deben comunicar vívidamente una imagen, por lo tanto hay que alejarse de las metáforas comunes: “Todo el peso de la ley”. “Justos por pecadores”. “El rey de la selva”, por poner algunos ejemplos. Sería más conveniente no metaforizar que desperdiciar la oportunidad de comunicar algo con metáforas muertas que no causan nada en el lector.
Stephen King en su libro “Mientras escribo” dice que cuando se hacen descripciones imprecisas es fácil caer en el descuido.
El escritor tiene que ser prolijo pues como dice el dicho “diablo está en los detalles”. Es imprescindible utilizar las palabras que más se adecuen o acerquen a lo que tenemos en la cabeza. Aunque a veces tengamos que pasar horas decidiendo cual palabra emplear, vale la pena el esfuerzo. Describir de forma clara una escena también implica ponernos en el lugar del lector, asegurarnos de que “vea” sin confusiones lo que queremos mostrar. Lo mismo ocurre con las frases mal hilvanadas.
La buena prosa, según asevera Gardner John en su libro “Para ser novelista” está construida con frases cortas.
Las frases largas interrumpen la fluidez de la prosa así como las palabras altisonantes o triviales sacan al lector inteligente y sensible del relato. Es aconsejable emplear un lenguaje espontáneo en el que las palabras suenen con naturalidad como en una conversación amena e íntima con un amigo. Tampoco emplear frases en otros idiomas, jerga científica o modismos que gran parte de los lectores pueda desconocer.
Umberto Eco a lo largo de sus clases de escritura y diversas conferencias hizo énfasis en el “cuidar con detalle la ortografía”.
He visitado muchos blogs cuyos autores comparten relatos y cuentos con garrafales faltas de ortografía y gramática. Esto dice mucho de nosotros los que nos dedicamos a comunicar por medio de la palabra escrita. Además las normas ortográficas le dan sentido a la prosa. Una simple coma (,) puede hacer desastres. Umberto Eco nos dejó estos consejos como un decálogo del escritor:
1. Los acentos no son ni incorrectos ni inútiles, quien los omite se equivoca
2. ¡No enfatices demasiado! ¡Mide los signos de admiración!
3. Aprende a distinguir entre la función del “punto y coma” y la de los “dos puntos”: no es tarea fácil.
4. Ni siquiera los amantes de los barbarismos pluralizan las palabras extranjeras.
5. No pongas punto y aparte muy a menudo; solo cuando sean necesarias.
6. Pon las comas en el lugar adecuado.
En una carta John Fitzgerald le dice a su hija que la clave está en los verbos, no en los adjetivos.
«Toda buena prosa se basa en los verbos que llevan las frases. Ellos hacen que las oraciones se muevan. Probablemente el mejor poema en inglés es La víspera de Santa Inés, de Keats. Una línea como “La liebre cojeó temblando a través de la hierba helada,” está tan viva que pasas sin prestarle atención. Sin embargo, ha coloreado la totalidad del poema con su movimiento logrando que la cojera, el temblor y el frío pasen delante de tus ojos.»
Acabo de descubrir tu blog gracias a este post y me ha encantado. Soy novata en la escritura y esto me ha venido como anillo al dedo.
Te dejo un enlace a un relato que he escrito, por si te apetece leerlo y dejarme tu opinión.
http://resenandoestoy.blogspot.com.es/2018/02/relato-1-la-poeta-sonadora.html
Saludos desde España
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Hola Alejandra 🙂 me alegra que te guste el Blog. Y que te sirva de ayuda para tu crecimiento en la escritura. Esa es la idea !!
Me acabo de pasar por tu relato «La poeta soñadora» y te daré mi opinión por aquí mismo ya que por incompatibilidad de plataforma no puedo dejártelo en tu post. Tu relato está bien estructurado: inicio bien planteado, nudo en el que narras otra historia (Margarita y el hurto), desenlace con un final cerrado. Hay muy buenas descripciones del ambiente donde ocurre la historia y detalles de la características físicas de los personajes que dan mucha claridad a tu relato. En cuanto al tiempo narrativo, has empleado el tiempo pasado pero en algunos párrafos se te escapan varios verbos en presente. También en la frase que dices «la tapa del basto libro» creo que la palabra que querías usar era «vasto» para referirte a que era un libro amplio o extenso. Algunos consejos que puedo darte para mejorar tus relatos es que trates en lo posible de que en lugar de «decir» las emociones o estados de ánimos de los personajes como por ejemplo «con mucha ira» o «caminaba triste»` las describas con ademanes o gestos; por ejemplo: «empuñó las manos y golpeó con fuerza la mesa del comedor» o «caminaba con el cuello hundido en su pecho». Otro consejo es que al describir una escena en la que tienes muchos objetos o que es muy amplio, te imagines que llevas una cámara en los hombros o empieza a dar detalles desde lo más generalizado a lo mas detallado. Recuerda que no siempre hay que detallar todo lo que hay en la escena sino lo que más relevante según la historia que nos cuentas.
Un abrazo!!
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Me gusta mucho tu blog. Los consejos que das denotan que tienes una gran experiencia en estos menesteres. Y me ha motivado a seguir tus publicaciones.
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Gracias Letra del Colibrí 🤗 me da gusto! Bienvenida al Blog. Y si tienes blg paso a seguirte con gusto. Abrazo
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El gusto es mío Janna. Yo apenas comencé a escribir, o mejor dicho, a exteriorizar algunas ideas, experiencias… en letracolibri.blog
Me encantaría que me des tu opinión. 😉🤗
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Pues pasaré a dejarte mi opinión en tu más reciente publicación😀
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Acabo de encontrar tu post y realmente me ayudo mucho, abrió mis ojos. Estoy aprendiendo a escribir prosa y aunque aun me parezca difícil tu post me guio. Espero en algún futuro ser buena escribiendo desde palabras tan concretas y puras. Gracias por subir esto y seguro ayudar a muchos. Saludos desde Argentina. 💖
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Hola Abigail:
Muchas gracias por tu comentario 🙂 Me anima un montón a seguir nutriendo este rinconcito para escritores.
Un saludo enorme desde España :*
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Hola, Janna. Tu blog es genial. Me encantan los relatos de J. Cheever. He escrito algunos relatos cortos y, si no es mucha molestia, me gustaría que leyeras el que te envío para saber cuál es tu opinión. Muchas gracias.
El loco de la librería
by
Annuel Lefebvre
Historias tristes suceden muchas en la vida, historias misteriosas no dejan de suceder, pero que una historia aúne las dos características, rara vez suele ser. El hecho que les voy a narrar sucedió en Sevilla, ciudad bella y querida desde la que esta noche estas palabras escribo.
Hoy en día, transcurren tiempos de esplendor en la ciudad, pues en el centro económico del mundo se ha convertido. A decir verdad, yo otra cosa no he conocido. En ella, urbe principal donde las haya, la llegada a su puerto de barcos cargados de oro procedentes de las Indias y de hombres que en su día partieron hacia el nuevo mundo en busca de aventura y riqueza es un hecho constante y acostumbrado. Como resultado de ello, una nutrida población cosmopolita prolifera. Única es Sevilla.
Ahora, mientras pienso y escribo, la ciudad duerme, y desde la ventana que tengo a mi lado puedo ver los navíos, las atarazanas, las palmeras y el río. También desde aquí puedo ver la calle Ceniza, que es una calle cercana a la catedral y a la lonja de mercaderes, y donde el suceso que les voy a contar ha sucedido.
No quiero dejar pasar los días para escribir todo cuanto pudo acontecer, pues el episodio es de una naturaleza extraordinaria que nada quiero olvidar. Se trata de una historia sentida y extraña para mi persona, pues gran ternura, tristeza y misterio encierra. Sobrenatural y conmovedora, ese, sin duda, es mi parecer, aunque no sé qué sentimientos o razón dejará en cada uno de ustedes después de leer.
Con pluma en papel la escribo.
Era madrugada de invierno, fría y calmada, de luna llena y niebla templada. Un adusto silencio dominaba la noche. Habían pasado pocos minutos desde que Lorenzo de Alarcia despertara de un mal sueño, y aunque era un muchacho de pronto olvidar, demasiado diabólica y real había sido la fantasía como para poder olvidarla sin más. Angustia sentía.
El joven intentaba mitigar el desasosiego fumando un cigarro en el balcón de su alcoba. Vestía la amplia camisola blanca con la que dormía, y zapatillas planas de punta redonda calzaba. Mientras fumaba contemplaba la iglesia, las fachadas vecinas, desde aquella posición elevada, miraba sin prisa. A los pies de la casa de la señora de Córdoba, se encontraba el negocio de telas del señor Manrique, y a la izquierda de este, la zapatería del genovés, la tienda de cerámica de los hermanos Pacheco y la notaría del señor Aranjuez. Al llegar al final de la calle, justo antes de llegar a la iglesia, la respetada librería de su padre dormía en una esquina.
Era una calle de muchos comercios en la que el tránsito de personas y el bullicio constante marcaban el ritmo del día. Sin embargo, al caer la tarde, cuando el sol se escondía, todo aquel ajetreo que en ella había se marchaba sin decir nada, y, sereno y dispuesto, aparecía, para tomar su relevo, el elegante y discreto silencio. Y algo más tarde, cuando la noche plena llegaba, cansada y adormecida la calle, su esencia solitaria, melancólica y sombría mostraba, y en la que solo la luz de los candiles de las casas, en horas tempranas al sueño o desveladas de él, se atrevía a asomar dejándose ver.
Lorenzo lanzó una bocanada de humo al aire y, mientras miraba como la fumarada flotaba y se desvanecía, las solemnes campanas de la catedral comenzaron a doblar. ‹‹Las tres, y aquí estamos», pensó. En aquel momento, la llama de cada una de las velas que iluminaban la habitación, que eran dos, se apagaron como si fuese una sola, en el mismo instante, como hermanas gemelas, y no por ráfaga de aire, pues aire no hacía.
Tras el último tañido de campana el silencio se hizo de nuevo. ‹‹Las tres, y aquí estamos», dijo Lorenzo como si hablase a un amigo. Sin sueño alguno y, aunque hacía frío, en lugar de volver a la cama, prefería presenciar la noche, que es lo que hacía.
Ciertamente, era un muchacho de alma nocturna, pues admiraba la quietud, el silencio, mirar las estrellas, contemplar la luna y acariciar el viento. El invierno apreciaba más que a nada; no le gustaba el calor, lo odiaba. En ocasiones, cuando escuchaba a viajeros palabras sobre la fortuna de los sevillanos de vivir en un clima de alegría, de pasear y de disfrutar, siempre decía: ‹‹Sevilla, ciudad de belleza ejemplar, pero en España de calor sin igual. Vente unos días en agosto y ya me dirás».
Aquel penetrante silencio —pues así era— que rodeaba a Lorenzo, se hizo acompañar de un pausado, distante y serio caminar. Había surgido de la nada y, de manera creciente, se fue haciendo cercano, nítido y claro. Lorenzo, acertadamente, pensó que un jinete a caballo se acercaba.
A veces, aquel sosegado caminar parecía ir y otras volver, dando la sensación de que aquel caballero por momentos se perdía. No era extraño que tal desorientación pudiese suceder, pues entre calles estrechas y desordenadas la gente de Sevilla se movía, sin duda, la característica principal del trazado urbano de época islámica que la ciudad mantenía. De manera hipnótica, magnética, durmiente, relajante a esas horas, el impacto del metal de los cascos de aquel caballo contra el empedrado penetraba suavemente como un canto de sirena en los sentidos de Lorenzo.
En la parte alta de la calle, pues buen desnivel existía, aparecieron el jinete y su montura. En la penumbra, la pareja formaba una alargada, oscura y triste figura. Su aspecto era lúgubre y sombrío, de terror y de frío. Un manto negro de pies a cabeza cubría al hombre, y de capa negra era el pelaje que el animal tenía.
Lorenzo, a cierta distancia, miraba aquella imagen percibiendo su aspecto siniestro. En el lado imaginario del muchacho, espectro infernal parecía, figura oscura perteneciente al lado opuesto de la vida, pues no había día que la imaginación de Lorenzo estuviese dormida. Sin embargo, el lado más racional del muchacho una respuesta sensata dejaba ver.
Allí, arriba, el jinete detuvo su caballo y se dedicó a observar la calle durante unos segundos. Contemplaba aquella arteria del intramuros como si fuese suya; como rey o noble que admira sus tierras desde lo más alto de una colina. Luego, después de la breve pausa, se puso en marcha lentamente; como si flotase en la noche.
Mientras la triste figura bajaba la calle, una presencia distinguida y refinada mostraba su paso, pues caminar alzado, sublime y templado llevaba el caballo, y planta firme, elegante, de cabeza elevada el jinete llevaba. En cambio, aun siendo sus formas de aire fino y lustroso, el sentir de cada uno de ellos era oscuro y siniestro, pues creaban la simbiosis perfecta del presagio funesto.
Lorenzo, cuando tuvo a la triste figura a escasos metros de su casa, decidió hacer de improvisado vigía:
—¿Quién va? —preguntó con decisión. Silencio a su pregunta es lo que pudo escuchar. El jinete ningún movimiento hizo, y el caballo continuó caminando.
—¿Quién va? —volvió a preguntar. En aquel instante el negro palafrén se detuvo, y sin que hubiese palabra alguna, una respuesta hubo, pues debido a un inescrutable misterio a la mente de Lorenzo la réplica llegó en un apagado susurro.
—“La muerte del vecindario soy” —dijo el jinete sin dejar de mirar al frente; sin mostrar el rostro.
Lorenzo, debido a la extraña forma de comunicación de aquel caballero, pensó que técnicas de magia debía conocer…; y sin saber cómo, dónde, ni por qué, la conversación entre mentes con aquel extraño personaje pudo mantener. Alguna forma de manipulación de la mente debía de ser.
—“¿La muerte? …” —preguntó Lorenzo con sarcasmo—“… La muerte, muerta está”.
—“¿Y quién crees que soy, pues?” —preguntó impasible.
—“Alguien con ingenio que no se cansa de vagar” —respondió Lorenzo.
—“Esa es vuestra opinión, pero la muerte de este vecindario soy”. El rostro del jinete se mantenía oculto; si es que este existía.
El espectro nocturno, pues eso decía ser, ningún gesto ni movimiento hacía. No articulaba vocablo, pero bien se hacía entender, pues aquella singular conversación sin palabras con Lorenzo mantenía.
—“¿Y por qué no articulas palabra alguna?” —preguntó Lorenzo.
—Fácil respuesta a vuestra persona le voy a dar, pues la muerte es silencio y a nadie del vecindario el sueño quiero quebrar.
—“Muy bien, muerte… ¿y a qué has venido?”.
—“Sencilla labor es la mía esta noche, pues el alma de un difunto conmigo quiero llevar, nada más”.
—“¿Y se puede saber quién es el muerto?”.
—“Demasiada curiosidad despierta vuestra merced. No es preciso tanto saber”. —A continuación, el caballo, como si entendiese que la conversación había terminado, comenzó a caminar.
Lorenzo quedó perplejo y, mientras la alargada, oscura y triste figura se alejaba, a aquella no podía dejar de mirar; cosa que dejó de hacer cuando la vio torcer la esquina, donde la librería de su padre dormía. ‹‹Sosiega tu gran locura», dijo cuando dejó de verla.
Pasaron unos minutos, y Lorenzo permanecía anclado a la barandilla. Fumaba otro cigarro y contemplaba admirado la niebla sin dejar de pensar en lo que acababa de acontecer. Había encendido de nuevo las velas, pues, aunque cobarde no era, tal y como había transcurrido la noche, mejor se sentía con llama en ellas. De nuevo, como la primera vez, la luz que desprendían los consumidos y amarillentos cilindros de cera volvió a desaparecer; en el mismo segundo se apagaron los hilos encendidos como por arte de brujería; y esa sería la verdadera causa, pues no sopló aire, pues aire no hacía.
El sonido del metal de los cascos de un caballo al golpear la calzada de piedra comenzó a llegar a los oídos de Lorenzo en la distancia, de igual forma al primer encuentro con el extraño jinete. Poco a poco, aquella sonoridad se fue haciendo cercana y más cercana, hasta que logró alcanzar una acústica plena, exquisita, cadenciosa, pausada y hermosa. Entre la bruma, Lorenzo comenzó a distinguir como la alargada y severa figura subía la calle, pues ahora cubría el recorrido inverso de aquel que unos minutos antes había tomado. Avanzaba desplegando la extrema elegancia y el paso poco apresurado que en la vez anterior había mostrado.
Por delante de la puerta de la casa de Lorenzo la triste figura pasó como si fuese una sombra, y tras ella, una tétrica imagen le seguía. Ya fuese cuerpo o espíritu, el siniestro acompañante parecía despierto, aunque sin vida estaba. Unas ojeras profundas y oscuras marcaban su rostro; rostro contraído, lívido e inerte; rostro de muerto.
Se trataba del ánima de un muerto de avanzada edad, de barba y cabello gris, y en el que todo su etéreo cuerpo era huesos. Camisón blanco vestía, y como alma en pena viajaba. Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Lorenzo al ver aquel espanto, no solo por ver al muerto, sino por el conjunto de la fúnebre escena que, si matar no podía, dormir no dejaría.
Siendo la muerte lo opuesto a la vida, cuando se acaban los días, la permuta en el cuerpo es evidente; terrible y perpetuo es el cambio, pues la sangre es ausente. Muy muerto estaba el muerto y su mirada perdida y, aun cuando esto sucede, si no hay alteración que rompa deforme la faz, las facciones de la persona que fue en vida se pueden reconocer sin más. Y siendo esto, la cara del muerto sonaba a Lorenzo; seguro algún trato en vida, con el hombre que en vida había sido, había tenido. Aunque cosa sin importancia hubo de ser, pues si de consideración hubiese sido sin duda a Lorenzo el nombre del muerto le hubiese venido.
El oscuro espectro sin detenerse continuó su camino, y es que, en esta ocasión, Lorenzo, aterrado, ninguna palabra se atrevió a decir. Mientras se alejaba la triste figura rodeada de niebla y oscuridad, el joven librero, con cara de muerto, se preguntaba si realmente aquel jinete la muerte del vecindario sería.
Más tarde, cuando todo hubo terminado, con la locura rondando la cabeza de Lorenzo, la noche en vela pasó, la noche pasó cavilando.
A la mañana siguiente, mientras trabajaba en la librería, preguntas a los clientes hacía, indagaciones estuvo realizando y, a eso de la una de la tarde, una joven hermosa y su madre le dieron la información que estaba buscando. Durante la tarde de ayer, había fallecido Francisco Bermúdez, hombre de buena familia, excelente padre y tierno esposo. Al parecer, una enfermedad que había durado un lustro lo había mantenido muerto en vida; sin vida, los últimos años de vida, había vivido; y, en la tarde de ayer, a eso de las tres, el pobre desgraciado había dejado de padecer.
Lorenzo, a partir de entonces, cada vez que hombre, mujer, niño o niña de la vecindad moría, repetidos incidentes como el de aquel primer encuentro con la muerte volvía a repetir. Tras muchos encuentros con ella, bien conocía a la muerte, y profundo respeto sentía.
Durante un tiempo, aquel misterio tuvo guardado, pero era tanto el enigma y tanto lo extraño lo que la historia encerraba que Lorenzo comenzó a sufrir ansiedad, y con el paso de los días, una imperiosa necesidad de contar toda aquella locura fúnebre crecía sin límites en su interior.
Un miércoles noche, como era habitual, Lorenzo y su padre cerraban juntos la librería. Mientras terminaban de ordenar los libros en las estanterías, Lorenzo decidió contarle la tenebrosa historia. Don Alfonso de Alarcia consideraba a su hijo un gran soñador y, luego de escuchar su relato, le dijo con gran enfado que espabilara, que hombre debía hacerse y que la fantasía ya sobraba. De igual modo, aquella misma noche, su madre le dijo, pues si a santa nadie la ganaba, poco carácter tenía, y el parecer de su marido de manera devota seguía.
Lorenzo, al revelar su secreto, y a pesar del rechazo, al menos una liberación en su alma llegó a encontrar, pues el pesado lastre de silencio que había guardado, había logrado soltar. Sin embargo, ahora el problema se había transformado, pues sus padres un cuentista mentiroso creían haber educado. Por esta razón, de alguna forma, el muchacho quería mostrar la verdad, pues nada de lo que le había ocurrido había inventado. Necesitaba dar con alguien que veracidad a su historia pudiese dar; conocer alguna persona que hubiese vivido una experiencia similar, o que creyese en cosas del mismo misterio, pues ambas fórmulas podían valer para poderse apoyar.
Sus padres bien guardado mantuvieron el secreto, pues bien sabían cómo era la gente: cruel y burlona en determinadas situaciones.
Lorenzo decidió contar la historia al que creía un buen amigo, pues este decía saber de los espiritistas y nigromantes de la ciudad. Sin embargo, falso amigo era ese, y mentira todo lo que salía de su boca, pues envidia de Lorenzo siempre había sentido. Paciente esperaba una debilidad en el joven librero para poderlo dañar. Ese día la oportunidad le llegó, y aquel infeliz, con malas artes, a muchos otros, el extraño episodio que había vivido Lorenzo les hizo llegar.
Lorenzo había confiado en familiares y en aquellos que estimaba como amigos, pero ninguna respuesta de apoyo pudo lograr. Sinceridad había mostrado, y dolor y engaño había recibido.
A raíz del veneno que había soltado el falso amigo, un rumor de muchacho bien soñador y alucinado corrió por las calles del vecindario, y pronto por toda Sevilla, Lorenzo, el joven de la librería, de loco fue señalado. El próspero negocio de la venta de libros se fue perdiendo, y para sus padres la primera causa de ello era Lorenzo. Don Alfonso, ante aquella desgracia, a su hijo sentenció manifestando que hijo ya no tenía. Lorenzo, a partir de entonces, la ausencia de un padre pudo sentir, y daño profundo le hacía.
De su querida labor en la librería fue apartado, y en la soledad de su habitación se fue marchitando. Cuando por la calle paseaba, muchas afrentas recibía, y miradas ocultas con risa socarrona por todos lados veía. Lorenzo, con sentimiento de culpa, en un alma en pena se fue convirtiendo, y de pena fue enfermando, y de pena encontró la muerte que ya lo estaba esperando.
A las dos de la tarde de un día de invierno, Lorenzo de Alarcia murió. Su estación preferida en un día de viento y de lluvia se lo llevó. Como manda la tradición, en la madrugada que continuaba a ese día, el acto de velar al difunto se haría. Y en aquella velación de silencio y oración, sumido en una enorme tristeza, el padre del muchacho se deshacía, aquella noche bien padecía. Y es que no hay dolor más profundo que el que se produce al perder a un hijo, y aquel hombre albergaba en su corazón, además del enorme desgarro de la pérdida, ira y delirio, pues mucha culpa de la muerte de Lorenzo su alma sentía.
Al sonar las campanadas de la catedral que anunciaban las tres, Don Alfonso de Alarcia abandonó la sala principal de la casa, estancia donde el joven Lorenzo, en una caja de madera de roble, se hallaba a cuerpo presente: Muerto.
Don Alfonso subió las escaleras con una debilidad extrema, arrastrarse parecía, pues el pesar y el cansancio apenas le dejaban fuerzas para poderse valer. Avanzó por el pasillo superior con una angustia salvaje que le consumía las entrañas, y con el rostro demacrado de dolor llegó a la habitación de su hijo, que era hacia donde su nublada mente lo había dirigido.
En la alcoba, sentado en la cama, lloró sin desconsuelo al ver los libros que guardaba Lorenzo. Muchos de ellos, regalos de la infancia eran; regalos de Don Alfonso para que su niño feliz fuera. Sintió la necesidad de salir al balcón y, entre lágrimas y sufrimiento, un cigarro encendió. Allí se quedó agarrado a la barandilla, mirando la calle, la calle Ceniza…
La noche era fría y calmada, de luna llena y de niebla templada. El caminar sosegado del caballo de un jinete llegó a los oídos de Don Alfonso. El metal de los cascos del animal al tocar el duro empedrado producía un sonido limpio, nítido y claro. A lo lejos, Don Alfonso podía ver como bajaba la calle aquella alargada, oscura y triste figura que su hijo dijo haber visto. Al igual que Lorenzo, hizo de improvisado vigía.
—¿Quién va? —dijo Don Alfonso de Alarcia con la voz entrecortada cuando el espectro de muerte se detuvo frente a la puerta de su casa.
Y sin que hubiese palabra alguna, una respuesta hubo, pues debido a un inexplicable misterio a la mente de Don Alfonso la réplica llegó en un apagado susurro.
—“La muerte del vecindario soy”.
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Hola Manel 😊 Muchas gracias.
En lo que pueda leo tu cuento.
Un abrazo
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