«Tu último cigarrillo, estúpido blanco» pensó Angelina, mientras contemplaba desde el sombrío callejón al hombre sacando de su bolsillo un mechero plateado y encender el cigarro.
Angelina permanecía quieta, agazapada entre las sombras. Observó unos segundos al humo zigzagueante ascender y fundirse con el aire.
Luego deslizó la mano derecha bajo su minifalda negra y desenvainó un pequeño, pero afilado cuchillo que cortaría en dos hasta una pluma que rozara su hoja.
El hombre dió otra calanda. Ella salió de la oscuridad y la luz de los postes hizo brillar su blanca sonrisa. Con afán de venganza perforó el cuello del hombre justo en la vena Orta y el hombre se desplomó agitándose como un pollo sin cabeza. Conforme, abandonó el callejón.
A diferencia de su víctima número cuatro, a este lo dejó mirar su piel oscura tan negra como el tronco de un pino negro.