Microrrelato · Relato Corto · Relatos

Cuento: Lágrimas enterradas


Una bombilla colgada del techo se balancea con el viento que atraviesa por el ventanal e ilumina tímidamente los objetos en la habitación; las sombras, alargadas, danzan como bailarinas hipnotizadas.

Reclinado sobre una silla, Augusto, observa el camposanto. La luna llena baña el mar de sepulcros y cruces. Él es enterrador y cuidador de aquel lugar desde hace veinte años. Sobre la cama está Diana, su mujer; lleva un vestido blanco que deja a la vista sus extremidades escasas de carne y recubiertas por una piel casi transparente. Luego de un par de bostezos, Augusto se acuesta al lado de ella, le pasa el brazo por la cintura y se pierde en una ensoñación tan negra como la muerte.

***

Ha despuntado el sol y el enterrador está maniobrando la cafetera, listo para la jornada laboral.

«Mi amor, te dejaré el café listo para cuando te apetezca. Hoy tengo dos sepulturas y una exhumación, pero prometo estar aquí para el almuerzo. Te amo».

Detrás de él, al fondo, se ve a su mujer arropada en la cama.

Abre la puerta y Yuno, su viejo san bernardo, lo espera agitando la cola. Se alejan internándose entre los angostos pasillos de la «ciudad de los muertos». Dos entristecidos ángeles miran el cielo, abrazados.

Entierro tras entierro Augusto se había construido una coraza para contener aquellos sentimientos inquietantes que afloraban en su oficio, al grado que se sentía como un monstruo pues veía el dolor ajeno como una rutina y un mero trámite. Los familiares del muerto lloraban, gritaban frases que le partirían el corazón a cualquiera menos a él, y cuando lanzaba la arena encima del ataúd el lamento crecía hasta el cielo.

A escondidas de Augusto, su colega Hermes, se acerca al portal de su casa. Quiere entender la excesiva normalidad con la que su amigo está haciendo su vida a pesar de lo que recientemente le ha ocurrido a Diana. Coge la copia de la llave que su oculta en un matero de sábila y entra a la casa. Desde la puerta aprecia un hedor que le amarga el rostro; uno que conoce como la palma de sus callosas manos.

Corre hasta la habitación y se queda estupefacto frente a Diana, quien yace sin vida con los ojos hendidos en el cráneo, y los labios amoratados.

—¡¿Hermes?! —. Irrumpe Augusto exaltado.

Diana lleva siete días muerta, y Hermes mismo había ayudado a su amigo a bajar el ataúd hasta su última morada.

Un sepulcral silencio inunda la habitación hasta que Hermes interviene con voz certera:

—La muerte es real, tú lo sabes amigo. La hemos visto aquí por años… Diana ya se fue. Tienes que aceptarlo.

—Esto no me lo esperaba —dice, y se deja caer de rodillas entregado a un llanto largo que desconocía al mundo.

 

Todos los derechos reservados ©

14 respuestas a “Cuento: Lágrimas enterradas

  1. Reblogueó esto en Semiología de la Comunicacióny comentado:
    ¨Augusto, él es enterrador y cuidador de aquel lugar desde hace veinte años, ha despuntado el sol y el enterrador está maniobrando la cafetera, listo para la jornada laboral. Detrás de él, al fondo, se ve a su mujer arropada en la cama. -Entierro tras entierro Augusto se había construido una coraza para contener aquellos sentimientos inquietantes que afloraban en su oficio. —La muerte es real, de rodillas entregado a un llanto largo que desconocía al mundo.

    Le gusta a 1 persona

Deja un comentario

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s