Narrativa · Relato Corto · Relatos

Los viajeros bienvenidos


Los dos viajeros en bicicleta parecían diminutos puntos moviéndose por la anchurosa llanura verde al sur de Venezuela. La madre naturaleza los sintió como  caricias de plumas, y no como los zarpazos de tigre que le hincaban los que iban en vehículos todoterreno.

A kilómetros de aquella llanura ondulada podían verse los tepuyes, sorprendentes montañas cilíndricas de paredes de roca maciza y cúspides llanas, tan altas, que rebasaban las espesas nubes que dulcemente las envolvían. Y de sus pies trepaba un tupido bosque selvático que se quedaba a medio camino.

El sol, que recién había despuntado por un lado de los tepuyes, hacía brillar el dominante verdor humedecido por el rocío nocturno.

Amelia y Juan, fotógrafos y periodistas, trabajaban para una renombrada revista de viajes desde hacía cuatro años. Cada uno llevaba una mochila colgada en la espalda y de vez en cuando se detenían para hacer fotografías con sus cámaras réflex.

Iban hacia Paraitepuy, un campamento de indígenas pemones, privilegiados por vivir al pie de los tepuyes desde donde Amelia y Juan podrían fotografiar aquellas milenarias montañas que parecían esculpidas a mano.

Serpentearon por los caminos pedregosos y polvorientos rodeados por herbazales ininterrumpidos. Se habían preparado varios meses para estar en forma y hacer un viaje sostenible. Subieron lomas, esquivaron colinas y descendieron por valles encajonados, dejando una estela de polvo tras de sí.

Se detuvieron a descansar, y Amelia se quitó la sudadera quedándose con una camiseta blanca empapada de sudor. La curva de sus pechos y el ceñido sujetador de encajes transparentados encandilaron a Juan, quien desde hacía un año ocultaba una tórrida pasión por ella.

—¿Qué pasa Juan? ¿Estás bien? Tienes los mofletes rojos como sí te hubieran pegado un latigazo en cada uno —dijo, Amelia, preocupada—. Bebe un poco de agua.

—Estoy… bien —tartamudeó él, intentando disimular mientras abría una botella de agua. Le goteaba el sudor por las sienes. Dio un sorbo y continuó—. La última loma estuvo fuerte ¿no?

—Sí, es cierto. Pero llevamos buen tiempo. Sí mantenemos este ritmo estaremos en Paraitepuy antes del anochecer —aseguró ella.

Amelia, era delgada y derrochaba elegancia aún en mallas y botas de montaña.

Al mediodía, cuando el sol caldeaba sus cabezas, se encontraron con una cascada detrás de una colina, cuyo angosto caudal de aguas parduzcas caía por un grupo de rocas lisas que parecían un tobogán. El agua tronaba al caer y la llovizna, pintada como arcoíris por los rayos del sol, mojaba sus rostros risueños. El caudal formaba una pequeña piscina rojiza y luego seguía su rumbo convirtiéndose en un hilo fino que se perdía de vista. Amelia, adrede, salpicó con el agua fría de río a Juan, y él intentó hacerle lo mismo, pero ella se libró riéndose de él. Comieron algunas galletas de avena y almendras y depositaron la basura en las bolsas de papel que traían para ese fin.

A medida que consumían kilómetros, Juan, se convencía de que no podía haber un mejor paraje en el mundo para confesarse a Amelia. Su amigo en común, Roberto, le había dicho que ella sentía lo mismo por él y que era un tonto por no notarlo.

Una hora antes de que se ocultase el sol, exhaustos por la batalla con los desniveles del terreno, avistaron sobre una colina, a no más de dos kilómetros, una veintena de casas circulares con techo cónico, fabricadas con paja seca, barro y madera. Era el campamento Paraitepuy, su refugio durante los siguientes cuatro días, al que apenas prestaron atención; estaban atónitos ante la majestuosidad del tepuy Roraima. El viento había arrastrado las nubes dejando una visibilidad limpia y nítida. Descubrieron lo verdaderamente abrupta y vertical que era aquella montaña. Veinte kilómetros los separaban de ella, pero la cercanía les erizaba la piel, parecía una escena de ciencia ficción. Aquello era el “mundo perdido” de Arthur Conan Doyle y lo más parecido al Paraíso del Edén.

En el campamento los recibió un amable matrimonio de indígenas que hablaba un español rígido, y que con su pueblo se comunicaba en idioma pemón. En aspecto eran opuestos a Amelia y Juan: bajos de estatura, piel tostada, cabello lacio y negro carbón, y vestían ruanas y pantalones largos. Un grupo de niños pemones jugaba al fútbol sobre el herbazal, sin gritos ni alborotos.

Las habitaciones tenían camas rústicas de madera, sin herrajes ni barnices, y un baño privado en el que solo estaba permitido usar jabón ecológico, con el que ya ellos iban preparados. No había TV ni ordenadores, tampoco cobertura en los teléfonos móviles.

Cuando empezó el ocaso no fueron capaces de hacer fotos; estaban alelados por los degradados rosas y rojizos del sol que iluminaban la cumbre del Roraima, pintando su pared rocosa con aquellos colores. En minutos los tepuyes se tiñeron de negro, quedando unos tenues rayos encendidos en el cielo. Las cumbres planas, en las que seguramente se sentaba Dios, se delineaban a la perfección.

Las bombillas del campamento se encendieron con energía generada por paneles solares y se apagarían a las once de la noche. Después de un reconfortante baño cenaron comida típica, hecha con productos cultivados por los indígenas. El dulzor de los tomates y los pimientos bailaba en sus paladares; fue evidente la diferencia con los del supermercado.

A las once, la oscuridad arropó completamente el campamento; el cielo se iluminó de estrellas y se vieron cercados por cientos de luciérnagas.

«Es ahora o nunca», pensó Juan; entonces Amelia capturó sus palabras con sus tiernos labios que se solaparon con los suyos con una suave caricia; por un instante él abrió los ojos sorprendido y vio los de ella cerrados. La cogió por la cintura y se perdió en su lengua cálida y juguetona.

—¿Amelia, tú…? —dijo él con una sonrisa en los ojos.

—Lo sé, Juan, pero este era el momento perfecto.

roraima-relato-zenda-libros

 

Deja un comentario