
Los gritos obstinados de la bestia estremecen la casa nuevamente. Me escurro deprisa bajo la mesa del comedor, temblando, agitado. Ruidos metálicos, tintineantes, secos y apagados de objetos que se estrellan y ruedan por el pulcro embaldosado. Los llantos agudos de los niños revientan. Juan, el menor, aún bebe leche materna. Y Xavi, el mayor, recién comenzó la escuela.
Me martiriza oírlos. Aúllo lastimeramente acompañando las súplicas de Marta, mi dueña. Ella me trajo a vivir aquí cuando se casó con la bestia.
Sus alaridos ahogados y empapados de lágrimas no despiertan la atención de los vecinos.
Más llantos.
Más golpes.
Y luego, silencio.
Entonces, salgo de mi temporal amparo, desconfiando del mobiliario y sus sombras amenazantes.
Encuentro a los niños y a Marta apiñados sobre la cama. Ella tiene el rostro incendiado. Salto hasta ellos y lamo las lágrimas del pequeño; sus risas juguetonas rebotan en las paredes de la habitación. Poso mi cabeza sobre las piernas de Marta, y Xavi acaricia mi espalda. Los tres sonríen, y yo meneo con vigor mi cola deseando que sus sonrisas se hagan perpetuas.
Janna Bolriv.
Octubre, 2019.
Danke !!!!!!!!!!!!!!!!!
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😀
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😀😀😀
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Qué poderoso relato, Janna. Saludos
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Gracias por siempre leer mis textos Alejandro. Te mando un abrazote enorme 😊
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Los animalitos tienen ese algo tan especial…
Conexión única con aquel mundo de seres que nos miran como sus dioses. Seres que en su animal raciocinio, nos brindan un amor y alegría singularmente bellos.
Saludos, Jhoanna.
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Totalmente 😀
¿Qué haríamos sin ellos? son una alegría.
Saludos y gracias por pasar 🙂
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