
Hay muchas cosas que me traen a la memoria a mi abuelo Héctor, “Bolivita”, como lo llamaban cariñosamente. Pero esta taza de cacao caliente que envuelvo entre mis manos frías mientras veo caer el ocaso invernal desde la ventana, me transporta hacia un océano de recuerdos.
Mi abuelo era un hombre macizo, robusto, con una energía jovial inagotable; con decir que hacía sentadillas con casi ochenta años… Incontables lunares y pecas le salpicaban los brazos, el rostro y el cuero cabelludo cada vez más visibles a través de su escasa cabellera canosa.
Nunca le veías quieto, lo mismo podía estar dando de comer a las gallinas y patos, que sacando a las vacas del corral para que fueran a pastar. O recogiendo los racimos de cambur, regando las plantas de lechosa o sembrando maíz o cacao… Cacaoteros que siguen dando frutos cada año.
Lo que detenía su faena era la visita de cualquier vecino, amigo o forastero en busca de ayuda. Se perfumaba, entalcaba y vestía con sus camisas de manga corta bien planchadas y los recibía con los brazos abiertos dispuesto incluso a darles la pieza de pan que tenía ese día para él comer. Prestaba dinero aún sabiendo que quizás ni se lo devolverían y abría su puerta a cualquier hora de la noche para tender la mano a quién le llamara.
Era un hombre risueño. Siempre tenía una anécdota, un chiste que contar o una broma que gastar a sus nueras. En las reuniones familiares su alegría nos inundaba… y nos unía. A todos los nietos nos gustaba estar con él. Nos recuerdo apretujados (muchas veces) en “El Toyota”, el clásico Jeep Land Cruiser color cacao y techo blanco de mi abuelo. Nos subíamos emocionados porque sabíamos que íbamos rumbo a la aventura. Y mi abuelo, al volante, no menos emocionado que sus nietos. Y es que a donde fuéramos juntos era como explorar nuevos y entretenidos mundos; él hacía de cualquier pequeño momento todo un acontecimiento.
Pero lo que más me impresionaba de él era su inamovible confianza en Dios. Vivió totalmente apegado a su fe en Jesucristo. Y en sus últimos y durísimos días, su fe, pasada por fuego, salió intacta porque era de oro puro.
Doy otro sorbo a mi taza de cacao y me levanto con la mano en el vientre. Mi bebé cada día está más grande. Me detengo frente al cristal de la ventana. El brillo naranja del atardecer ilumina unas finas nubes color lila que flotan a lo lejos. Sé que para la mayoría de las personas una taza de cacao caliente es solo eso, una taza de cacao caliente. Pero para mí, es más; es añorar la compañía de mi abuelo, es agradecer a Dios por haberlo tenido. Y sé que todos los que también lo recuerdan lo hacen con una sonrisa en los labios porque la bondad de mi abuelo los alcanzó de alguna manera.
Qué bonito, Jhoanna. Y muy bien escrito. 👍
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Muchas gracias, Antonio 😀
Un abrazo
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Hermoso, es como si pudiera verlo (hasta que llego a las fotos del final y efectivamente lo veo).
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¡Aww! Muchas gracias por leerlo, Natalia, y dejarme tus impresiones.
Un saludo enorme
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Sublime retrato. El prisma subjetivo se manifiesta inapelable aún ante la provincia que construye el entramado de un retrato que connota la incertidumbre superando la nostalgia inmadura que tanto anhelamos recobrar ante la irremediable comprensión de los gestos percibidos desde la concreción antes de adquirir la capacidad de abstracción que deja lugar al autoengaño: (aquel tiempo de concreta existencia fue el único consuelo: la abstracción es la capacidad de conocer la verdadera maldición…
Le estimo. Aldana.
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Hola, Aldana.
Quiero agradecerte por todos tus comentarios y especialmente por leer este relato tan especial para mí. Escribirlo fue todo un ejercicio de abstracción hacia momentos vividos con mi abuelo que hace muchos años que no recordaba; un viaje nostálgico a mi infancia.
Te envío un fuerte abrazo y de nuevo gracias 🙂
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Gracias por el «gracias». Y gracias por compartir algo tan bello. ❤️
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