Desde aquellos pensamientos temerosos e inseguros transcurrieron tres tempestuosos años. Tiempo en el que Karla se hundía cada vez más entre las arenas movedizas de su malsano matrimonio.
Mientras Eliza y Elias iban creciendo, ella empezó a creer necesario asesinar a su marido maltratador. Las leyes eran demasiado débiles; un par de denuncias judiciales inconclusas se lo habían demostrado. Fue por ese entonces cuando un hecho lo cambió todo.
Francisco miraba el fútbol empinando la décima cerveza de la noche. La niña empezó a correr con una pelota roja entre la manos y el hermano iba detrás gritando que se la diera. Karla, que lavaba los platos de la cena, se alarmó al oírlos; inmediatamente el marido se acercó a la temerosa niña de rizos pelirrojos y la zarandeó. Se sacó el cinturón y cuando alzó el brazo para pegarle, Karla, intentó detener el correazo sintiendo el azote del cuero en su lustrosa piel morena. Francisco se volvió contra ella dejándola con contusiones rojizas en brazos y espalda. La niña lloraba con un elevado timbre y su hermano la consolaba enjugando sus lágrimas con una suave caricia en las mejillas.
Francisco cogió las llaves de su Ford y se alejó de la casa con un bullicioso arranque.
Por la mañana, el sonar continuo del timbre despertó a Karla. Delante de la mirilla había una pareja de policías. Con breves palabras le comunicaron que Francisco había tenido un accidente vial y que los médicos requerían su presencia urgente.
De camino al hospital fue asaltada por una radical idea; rogaba que su marido no lograse sobrevivir, que lo que sea que tuviera fuera grave y se muriera incluso antes de ella llegar.
Caminó con el cuerpo gelatinosa por los blancos pasillos y respiró profundamente al llegar a la recepción.
En el consultorio médico supo que Francisco estaba en estado crítico. Había contraído una peligrosa bacteria cuando su coche se precipitó a un canal de aguas fecales con las piernas rotas y la carne entreabierta. Karla tenía unos minutos para decidir entre amputarle las dos piernas o suministrarle un tratamiento con antibióticos para intentar tratar la bacteria, con el riesgo de que si la bacteria no reaccionaba positivamente a los antibióticos, se esparciría hacia otros órganos y podría morir.
Karla enmudeció, pero en su cabeza retumbaban las dos opciones. El doctor la dejó sola para que meditara pero le remarcó que el tiempo era valioso. Sobre la mesa le dejó dos documentos; uno para cada decisión. Determinada, firmó uno de ellos y se fue rezar en la pequeña capilla del hospital. Y aunque ante Dios no se atrevió a rogar por el negro deseo que albergaba, no se arrepentía de nada.
Horas después sacaron a Francisco del quirógrafo. Vio la camilla atravesar el pasillo. Indefenso, como hacía años que no lo percibía: un insignificante hombre amputado que nunca más la volvería a patear, que jamás la volvería a tocar; que cuando despertara sufriría tanto como merecía.
Buena resolución para un genial texto. Saludos
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