
El cazador llevaba una hora huyendo sin percatarse hacia donde iba. El fango le llegaba hasta los tobillos y una nube de mosquitos le rodeaba la cabeza. Agobiado por un excesivo jadeao se vio obligado a detenerse.
Cuando sus palpitaciones volvieron a la normalidad, nuevamente tuvo la sensación de que »Eso» que lo seguía estaba demasiado cerca. Un escalofrío le oprimió el estómago. Si »Eso» lo acechaba ¿qué quería?
El lodo era demasiado pegajoso, parecía estar en una de esas pesadillas en las que corres en cámara lenta sin que ningún esfuerzo sirva de nada.
El crujido de una rama seca lo paralizó. Pudo ver como los matorrales y arbustos detrás de él se agitaban en lo que parecía un vaivén provocado por la brisa. Agudizó el oído y cuando se convencía a sí mismo que estaba solo otro crash lo hizo reanudar la carrera. Se desplazó unos cincuenta metros luchando con sus pies. En ese punto su paso ya era más ligero; tenía agua limpia hasta la mitad las pantorrillas.
Había entrado a una laguna pequeña, poco profunda que tenía unos diez metros de largo y ancho. Era una zona abierta que le permitía ver el cielo cubierto de nubarrones grises.
El corazón le latía en la garganta. Estaba totalmente indefenso. Se ubicó lejos de los matorrales de los que acababa de salir y empuñó su cuchillo de caza: su fiel amigo en varias jornadas de cacería. Su hoja afilada medía treinta centímetros de largo por diez de ancho. Era hora de esperar a »Eso» y pelear cuerpo a cuerpo. Ya estaba cansado de huir y no quería que «Eso» lo cogiera por sorpresa y sin fuerzas.
Llevaba toda una vida cazando pero nunca se había sentido cazado y en ese momento pensó por primera vez cómo se debían sentir los ciervos cuando él los perseguía con su arma. La escopeta que había perdido al intentar bajar por un acantilado mientras huía.
Con un leve temblor en el cuerpo y en posición de guardia observó como »Eso» se detenía detrás del último matorral espeso antes de empezar el claro donde estaba él.
Se trataba de un oso negro, uno cebado por la carne humana, un cazador de hombres experimentado, el cual en solo tres movimientos estaba lanzando un primer zarpazo sobre su brazo izquierdo. Rodó por el suelo y su sangre comenzó a emanar resbalando por todo el brazo hasta caer al suelo.
Por fortuna aún tenía el cuchillo apretado en su mano y cuando el oso se le puso encima mordiéndole el brazo herido, Roger con la fortaleza de cualquiera que lucha por su vida lo acuchilló en la cara, el hocico, la mandíbula y por el costado. El gruñido era ensordecedor; resoplaba furioso. Lo rasguñaba y pivotaba como a un muñeco. Medía al menos un metro y medio de altura, un poco menos que Roger y pesaba unos setenta kilogramos, también menos que él.
De un mordisco le arrancó la nariz y parte la boca. Había mucha sangre tanto que se le empañó la visibilidad. Roger como pudo se limpió los ojos y con escasa visión le enterró profundamente el cuchillo en el cuello al oso y éste gimió de dolor retrocediendo con el cuchillo obstaculizando su respiración hasta desaparecer en el interior del bosque.
El cazador se alegró de ser vencedor pero por los destrozos que tenía en su cuerpo sabía que no saldría de ese bosque jamás.